La realidad de los derechos humanos y las prerrogativas de los poderosos

 derechos humanos

¿Qué relación existe entre la noción de derechos humanos y la realidad?

El mundo en el que vivimos está marcado por acontecimientos de injusticia, de violencia y discriminación, de opresión, explotación, desigualdad creciente y exclusión. Además del sufrimiento ineludible que experimentamos debido a nuestra condición finita, los seres humanos producimos y padecemos una enorme cantidad de dolor innecesario, fruto de nuestra ignorancia y egoísmo. El concepto de los “derechos humanos” no es la realidad, sino un artilugio o herramienta del cual podemos servirnos que nos facilita el “darnos cuenta” y el “responder” a esa dolorosa realidad de la que somos víctimas y responsables.

Por lo tanto, lo primero que debemos hacer es, justamente, reconocer que los eventos a los que se refieren los derechos humanos son realidades encarnadas, “de carne y hueso”, que no se corresponden exactamente con las abstracciones discursivas de los derechos humanos. Los derechos humanos nos sirven para pensar la realidad, para analizarla filosófica y empíricamente. Pero tenemos que ser conscientes que el mismo concepto puede servir como un velo que oculte la realidad misma. Podemos acabar utilizando el concepto de los “derechos humanos” de tal modo que perdamos de vista el sufrimiento concreto, la injusticia patente, el abuso inmediato de una situación concreta. La violación de los derechos humanos siempre tiene nombres y rostros asociados a ella. Esto nos lleva a lo siguiente: si queremos evitar esta disociación entre el análisis conceptual de los derechos humanos y la realidad a la que se refieren, siempre diversa y plural, es imprescindible que adoptemos estrategias que nos ayuden a mantener siempre presentes a las personas detrás de los casos que enumeramos. Es decir, tenemos que esforzarnos por simpatizar con las experiencias de los individuos que padecen la violación de sus derechos, ser capaces de ponernos en su lugar.

Eso no significa que no debamos confeccionar estadísticas. Por ejemplo, cuando Amnistía Internacional edita sus informes anuales sobre la situación de los derechos humanos en el mundo, nos encontramos con una cuantiosa información que nos permite interpretar el rumbo global y regional en esta cuestión, los avances y retrocesos generales en su defensa y promoción. Pero esta información siempre debe estar acompañada de las narraciones concretas de los individuos concretos que padecen dichas violaciones, porque, como hemos dicho, existe una relación ambigua entre los datos y la comprensión de lo que ello implica en la vida de las personas y las comunidades donde esas violaciones se producen. En buena medida, no necesitamos de los derechos humanos para saber lo que está mal en el mundo. Sabemos que la violencia e injusticia, la desigualdad y la destrucción medioambiental son la moneda de cambio con la cual pagamos el egocentrismo y la avaricia desbocada.

Sin embargo, necesitamos pensar por qué razón debemos oponernos a la injusticia y las innumerables formas de violencia que nos afectan. Porque siempre cabe la posibilidad de que aquellos que ejercen estos males o que se muestran indiferentes al sufrimiento y la frustración ante el anhelo de felicidad que a todos nos caracteriza, pretendan convencernos que el único derecho verdadero que debemos tener en cuenta es el que tiene el más apto, el más fuerte, el más competitivo, el que “se lo merece”, que lo contrario es solo la “ideología” de los débiles.

Para quienes consideran que los derechos humanos son un límite que amenaza su libertad de ganancia o sus ansias de poder, estos no son más que conceptos vacíos que debemos utilizar convenientemente para batir a nuestros enemigos, como cualquier otra arma discursiva o material que tengamos a disposición. La historia nos muestra que aquellos que niegan de mil formas la sustantividad de los derechos no son, lamentablemente, una excepción.

En nuestra vida cotidiana, en épocas de relativa bonanza y seguridad, los derechos humanos no son un tema que merezca nuestra atención. Pero cuando nuestra seguridad y nuestro bienestar básico, la misma supervivencia queda en entredicho, o nuestra libertad de expresión es limitada o coartada explícitamente, o por medio de otros subterfugios del poder de turno, entonces los derechos humanos vuelven a tener un lugar prominente.

Los derechos humanos fueron promulgados en 1948 por la Asamblea General de las Naciones Unidas por medio de una Declaración que pretende ser universal, que nos concierne a todos, independientemente de nuestra pertenencia cultural o política, por el mero hecho de ser humanos. Esta declaración cambió el rostro del mundo de muchas maneras, convirtiendo al discurso de los derechos humanos en uno de los imaginarios más poderosos de nuestra época. Sin embargo, los derechos humanos proclamados en aquella ocasión no surgieron de la nada, sino que fueron la respuesta a las catástrofes continuadas que trajo consigo la modernidad eurocéntrica que alcanzó su punto culminante en los campos de exterminio y en las formas totalitarias de gobierno. Frente a este horror, la Declaración Universal de los Derechos Humanos proclama que todos nacemos libres e iguales en dignidad y derecho, que todos tenemos los mismos derechos y libertades, “sin distinción alguna de raza, color, sexo, lenguaje, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra índole”.

El concepto de los derechos humanos está ahora presente en nuestras legislaciones internacionales y locales, y su relevancia no ha hecho más que crecer en la esfera de la política internacional. Sin embargo, los estados y las corporaciones pretenden que sus intereses se encuentran por encima de las exigencias de los derechos de los individuos y los pueblos, y continúan batallando para imponer excepciones al pleno cumpliendo de los mismos.

En tiempos de oscuridad como los que vivimos, nuestra tarea es no olvidar (resistiendo a la tentación de argumentar a favor de excepciones) que los derechos humanos están por encima de cualquier otro interés económico o político. De lo contrario, abrimos la puerta para que los actores poderosos (los estados y las corporaciones) impongan a los individuos y a los grupos sus prerrogativas en desmedro de la libertad, la justicia y la paz de todos.

 

 

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