Muros

Por Juan Manuel Cincunegui

A partir de la película documental dirigida por Pablo Iraburu y Migueltxo Molina titulada «Muros».

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Introducción

Para empezar, voy a referirme a la fórmula de Hannah Arendt «el derecho a tener derechos», y sus posibles sentidos en las presentes circunstancias en las que la situación geopolítica vuelve a adoptar una lógica nacionalista excluyente.

En segundo término, quiero hacer referencia a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, en relación con el movimiento transnacional de los actuales derechos humanos surgido en la década de 1970, acomodándose a las nuevas formas de gobernanza neoliberal.

En tercer lugar, ofreceré algunos datos generales acerca de la situación de los refugiados y migrantes en el mundo de acuerdo con las estadísticas más recientes que maneja el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los refugiados.

Diré un par de cosas sobre los muros, sobre su multiplicación a partir de 1989 (fecha en la cual, pensamos, la caída del muro de Berlín, el derrumbe de la llamada «cortina de hierro», prometía convertirse en el final de todos los muros).

En este sentido, quiero enfatizar la dimensión simbólica de los muros. La retórica que articulan los muros pone de manifiesto una debilidad inherente de los Estados-nación. La soberanía de los Estados ha sido debilitada por las fuerzas transnacionales cuyas lógicas neoliberales gobiernan el actual orden global. Los muros son una respuesta gestual de esta debilidad inherente, cuyo objetivo es aplacar la incertidumbre y la conflictividad que supone para las poblaciones el haber sido despojadas de su capacidad democrática de dirigir su destino.

Sobre el «derecho a tener derechos»: un apunte

Comienzo con una cita de Hannah Arendt en su libro Los orígenes del totalitarismo. Dice Arendt:

Una vez han perdido su patria, las personas se quedan sin hogar,
Una vez que han abandonado sus Estados, se convierten en personas sin Estado;
Una vez son privados de sus derechos humanos, se vuelven personas sin derechos, el desperdicio de la tierra.

La tesis central de Arendt es la siguiente. Pese a que la Declaración universal de los derechos humanos proclama que los seres humanos tienen derechos por el mero hecho de ser humanos, la situación de los refugiados y migrantes en el pasado y en la actualidad demuestra que, solo cuando se les reconoce a los seres humanos el estatuto de ciudadanía están verdaderamente protegidos. Los derechos de ciudadanía incluyen: el derecho a la educación, al voto, a la sanidad, a la cultura, etc.

En ese sentido, los derechos humanos deben ser precedidos por el reconocimiento del «derecho a tener derechos”. Porque solo cuando se reconoce a las personas su pertenencia a un cuerpo político, los derechos específicos (civiles, políticos, sociales, económicos, culturales y medioambientales) tienen relevancia.

Algunas pensadoras, como Seyla Benhabib, sostienen que la expresión «derecho a tener derechos» hace referencia a dos cosas. La primera palabra, «derecho» (en singular) señala que moralmente todos los seres humanos, por el mero hecho de ser miembros de la especie humana, son merecedores del derecho de igual consideración. En cambio, los «derechos» (en plural) hacen referencia a los derechos específicos reconocidos en función del primer reconocimiento moral.

Hay muchas cosas que se pueden decir al respecto de esta lectura que hace Benhabib de la fórmula de Arendt del «derecho a tener derechos». Hay quienes critican la deriva «moral» de Arendt y prefieren una lectura más bien «política». Los derechos humanos, dicen, no pueden derivarse de un dato antropológico, sino que son el resultado de la acción política. Pero esto lo dejamos para otra ocasión. Lo importante es que Arendt sostiene que el reconocimiento de este derecho, para ser verdaderamente efectivo, necesita algo más que su mera enunciación.

Los Estados-nación son por lo general excluyentes. La soberanía del Estado se articula en primer término definiendo quiénes son parte del «nosotros» constituido como unidad política, y quiénes son los «extranjeros». Aunque los derechos humanos no son efectivamente una realidad en este momento, dice Benhabib, de todas maneras contamos con un «ideal regulativo internacional» que está dando forma a un conjunto de normas legales internacionales cuyo propósito es proteger a los individuos más allá de su pertenencia y reconocimiento por parte de un Estado-nación.

Ahora bien, el problema con el que nos encontramos es que el orden internacional está atravesando una profunda crisis. Las organizaciones y los organismos internacionales denuncian este hecho. Recientemente, Antonio Guterres, Secretario General de Naciones Unidas, ha señalado que estamos al borde del abismo de una disolución del orden internacional, con todo lo que ello implica en términos del mantenimiento de la paz mundial y respeto universal de los derechos humanos. Amnistía Internacional, por su parte, ha señalado de manera reiterada el retroceso de las cuestiones relativas a los derechos humanos en las mesas de negociación internacional.

Sin un orden supranacional capaz de exigir a los Estados el reconocimiento y respeto de los derechos humanos, las advertencias de Arendt resultan de enorme actualidad. Si a los seres humanos no se les reconoce su pertenencia a una comunidad política, con todos los derechos que eso supone, lo único que les queda a los individuos son los derechos humanos. Pero cuando los seres humanos son solamente seres humanos, acaban siendo menos que nada. Dice Arendt:

Nos volvemos conscientes de la existencia de un derecho a tener derechos (y eso quiere decir: vivir en un marco de referencia dentro del cual somos juzgados de acuerdo con nuestras acciones y opiniones) y un derecho de pertenencia a alguna clase de comunidad organizada, solo cuando, de pronto, emergieron millones de personas que habían perdido o no podían recuperar esos derechos debido a su nueva situación política global.

Algunos datos 

El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados señaló en 2015 que existen alrededor de 70.000.000 de personas desplazadas de manera forzada en el mundo, de las cuales alrededor de 25.000.000 son refugiados. A estos números hay que sumar a los inmigrantes «sin papeles», los indocumentados, que residen en países que no les han concedido permiso legal; y aquellos que se encuentran en detención indefinida sin proceso; y los millones de ciudadanos que no pueden ejercer efectivamente su ciudadanía debido al impacto de las políticas neoliberales en la organización pública de los Estados.

El orden neoliberal

La crisis de 2008 ha supuesto notorias mutaciones en las comprensiones y valoraciones de algunos de los imaginarios hegemónicos de nuestras sociedades contemporáneas. La crisis puede entenderse simplemente como una crisis económico-financiera, o puede interpretarse como una crisis integral de las formas institucionales del capitalismo en su fase neoliberal.

Al interpretarla de este segundo modo, podemos entender muchos de los malestares y los conflictos que vivimos actualmente. Todo parece estar en crisis: la democracia, la justicia social, el orden ecológico y, como no podía ser de otro modo, los derechos humanos.

Entre otras cosas esa percepción de una crisis general del capitalismo, que además amenaza convertirse en una «crisis de legitimidad»: ya no creemos que nuestras élites tengan una respuesta para los problemas que enfrentamos – al menos en Occidente – ha llevado a una reconsideración de los derechos humanos y de su historia. Uno de los temas más interesantes en este sentido es la creciente consciencia de que los derechos humanos, tal como estos se entendieron durante el período de su proclamación en 1948 y hasta mediados de la década de 1970, son muy diferentes a los actuales derechos humanos transnacionales.

La diferencia gira en torno a que los derechos humanos antes de la década de 1970 estaban asociados a un orden westfaliano, es decir, estaban asociados a la convicción de que el reconocimiento y respeto de los derechos humanos correspondía a los Estados-nación que debían diseñarse a partir de un modelo que les permitiera proveer a sus ciudadanos con las condiciones para el ejercicio de las libertades civiles y políticas, y los derechos relativos a la igualdad económica y social.

A partir de la década de 1970 ese programa de los derechos humanos es abandonado a favor de otro, cuyo objetivo exclusivo es la intervención humanitaria diseñada para intervenir cuando los Estados incumplen de manera flagrante sus responsabilidades, mientras los derechos a la igualdad o el desarrollo son reducidos al mero derecho a la subsistencia o supervivencia.

Eso significa que a partir de la década de 1970 los derechos humanos como imaginario, y las formas institucionales en las que se encarna, se alinean con los principios de la nueva razón del mundo, eso que llamamos el «neoliberalismo». En ese sentido, los derechos humanos y el neoliberalismo, como los dos grandes ejes de la globalización capitalista en nuestra era, se convierten en abiertos antagonistas de los Estados nación.

¡Good-bye, Berlín!

La caída del muro de Berlín simboliza el final de la Guerra fría: el final de un orden geopolítico del mundo, y el ascenso de la ideología del fundamentalismo del mercado y el mito de los derechos humanos al podio de los imaginarios sociales de nuestra época. Paradójicamente, la caída del muro de Berlín marca el inicio de una multiplicación exponencial de muros a todo lo largo y ancho del planeta.

Algunos de esos muros son famosos mundialmente y simbolizan de manera concentrada la nueva realidad geopolítica. El muro construido por el Estado de Israel para «encarcelar» a la población palestina y el muro construido por los Estados Unidos para contener las «invasiones bárbaras» en su frontera con México, ponen de manifiesto respectivamente el «choque de civilizaciones» y la profunda desigualdad que divide al norte y al sur global.

Sin embargo, hay muchos otros muros no tan conocidos que se extienden entre las comunidades políticas y en el interior de los territorios estatales como expresiones de la división ideológica, cultural, religiosa o la amenaza y vulnerabilidad que supone la desigualdad económica y social. Esta multiplicación de muros después de la caída de ese muro paradigmático que fue el muro de Berlín exige una explicación.

Como señala Wendy Brown, los muros son símbolos de una impotencia. Esa impotencia es la de los Estados-nación, cuya soberanía se ha visto debilitada por la globalización del sentido y la globalización del mercado, que ha derivado en una incapacidad intrínseca de los mismos de proveer a sus ciudadanos el tipo de estabilidad, seguridad, y sosiego institucional del cual en otra época se vanagloriaban. La construcción de los muros pretende apaciguar el malestar psicosocial de una ciudadanía desgarrada.

Desde esta perspectiva, la multiplicación de los muros es una reacción de impotencia por parte de los Estados frente a la amenaza que representa para su soberanía el neoliberalismo. En este sentido, los muros no solo son reprochables moralmente, sino que además, como respuesta política resultan ineficientes porque acaban exacerbando lo inevitable: la «globalización de la miseria» y la fragmentación social, incluso en las «sociedades avanzadas» que hace tiempo han comenzado a edificar sus propios amurallamientos para mantener apartados a «los diferentes» ante el abandono progresivo de los ideales de la igualdad y la ambigüedad que supone la retórica de la «tolerancia» para la efectividad de los derechos.

 

 

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