«Bardo»
A diferencia de los creyentes teístas, judíos, cristianos o musulmanes, los budistas no creen en la creación desde la nada de un Dios todopoderoso del cielo, la Tierra y todos los seres que la habitan.
Tampoco creen, como los cosmólogos actuales, en una teoría del origen del universo como el Big-bang. En todo caso, sostienen que este universo es solo uno entre innumerables universos precedentes y otros incontables universos que le continuarán. En ese sentido, los budistas conciben la realidad como un «pluriverso».
En este contexto, después de la muerte, los individuos renacen en cualquiera de los innumerables escenarios existentes, en cualquiera de las formas de existencia posibles, en dependencia de las causas creadas en sus vidas pasadas, las cuales determinan los efectos materiales y espirituales que experimentarán en esas nuevas circunstancias. Las acciones que los budistas definen como moralmente positivas, producen experiencias agradables, felices. En cambio, las acciones definidas como negativas, producen sufrimiento.
En el budismo tibetano existe una formulación específica sobre el tránsito entre una vida y otra. Cuando la presente vida llega a su fin, el lazo de la mente individual con el cuerpo, el entorno y otros seres se interrumpe, la mente se vacía, como en el mito platónico del río Lete, y durante un período de tiempo indeterminado, el continuo individual es despojado de toda formalidad y contenido. Todas los esquemas y tendencias se suspenden. La consciencia queda desnuda ante sí misma.
Sin embargo, debido a las tendencias manufacturadas a través de las acciones pasadas durante incontables vidas, esa consciencia desnuda muy pronto reinicia su actividad, primero, transitando lo que los budistas tibetanos llaman «el bardo» o estado intermedio, en el cual, de manera cuasi-onírica, la consciencia va recreando las causas y condiciones de su renacimiento futuro.
La mente excarnada, si el renacimiento fuera el de un mamífero, entraría en un óvulo fecundado en algún lugar de los incontables universos del espacio inconmensurable, para vivir una nueva vida y una nueva muerte. Volvería a creer que esa vida concreta es la única vida posible, y que la muerte que inevitablemente le sobrevendría sería la única muerte, la muerte definitiva
Lo real
La pregunta sobre lo real se ha puesto de moda en estos días. Aunque, a decir verdad, la palabra «moda» desmerece una necesidad comprensible que muchos de nosotros manifestamos, con especial insistencia en estos días aciagos que vivimos, de poder entender qué hay de apariencia y qué hay de realidad en nuestra experiencia del mundo.
De pronto, nuestro trajinar cotidiano se ha visto interrumpido y limitado. Confinados, estamos obligados, pese a las pataletas que expresamos en las redes, a recibir pasivamente las noticias sobre lo que está ocurriendo en el planeta y las decisiones gubernamentales encaminadas a resolver la encrucijada que vivimos.
El COVID-19 avanza impiadoso, destruyendo vidas, poniendo patas arriba nuestras instituciones, y manufacturando una crisis económica y social cuyas dimensiones son difíciles de cuantificar a esta altura.
En medio de este descalabro, hay quienes, como ya hemos señalado en artículos anteriores, se afanan por pensar cómo volver a la normalidad que antecedió a la pandemia. En todos los órdenes de nuestra existencia individual y colectiva hay quienes añoran esa «normalidad» perdida. Sin embargo, las puertas que la historia cierra a sus espaldas ya no pueden reabrirse. El futuro, ahora más que nunca, hay que inventarlo.
El mapa y el territorio
Comencemos, entonces, distinguiendo entre el mapa y el territorio. Como ocurre con cualquier representación, existe cierta distancia entre el documento cartográfico y la realidad que intentan representar. En algunos casos, las representaciones cumplen su función y nos ofrecen una descripción funcional para ciertos usos de la realidad en la que deseamos orientarnos. Pero esta representación solo puede lograrse falseando u ocultando aspectos de esa misma realidad que no conciernen a los objetivos pragmáticos específicos para los cuales fueron diseñados.
Un mapa político de un territorio determinado, por ejemplo, establece fronteras y limites jurisdiccionales, pero no dice nada sobre la orografía del territorio representado, ni sobre la flora y la fauna que lo habita, y viceversa. La realidad representada siempre está basada en nuestros intereses y perspectivas pragmáticas. Dejarnos tentar por las apariencias consistiría, en este caso, en confundir el mapa con el territorio: fetichizamos la realidad representada como si fuera la cosa misma, y acabamos cautivos de toda clase de arbitrariedades. Las palabras no son las cosas, solo las representan.
La pandemia y sus apariencias
Cuando hablamos de la pandemia, ¿de qué hablamos? De muchas cosas. Los científicos tienen su versión. Los economistas, la suya. Los políticos tienen otra. Los distribuidores y comercializadores de artículos de primera necesidad, otra diferente. Los distribuidores y comercializadores de artículos prescindibles, otra muy diferente. Los enfermos graves que se han recuperado cuentan la enfermedad de un modo; los que la han padecido de manera leve, de otro modo; los que se han muerto no pueden contar su versión, pero el dolor de sus familiares y las imágenes de funerarias abarrotadas con cadáveres hablan por sí mismas.
De igual modo, el confinamiento no se vive de igual modo en todos lados. No es lo mismo pasar la cuarentena en un barrio exclusivo, «cerrado», como los que abundan en América Latina, con jardín y piscina, que pasarla en un barrio pobre, en una chabola precaria donde convive una familia numerosa.
La pandemia es un nombre que hace referencia a dimensiones sanitarias, económicas, políticas, jurídicas y medioambientales, pero también a la vida concreta de los hombres y las mujeres que luchan por la supervivencia, temen la pérdida de la «normalidad» en la que estuvieron inmersos hasta el día en el cual se desató la pandemia y se enfrentan a un futuro incierto que no acaba de mostrar su rostro.
El estado intermedio
La cuarentena se asemeja a los estados intermedios de los que nos hablan los pensadores tibetanos. Un mundo se ha disuelto de manera irreversible a nuestras espaldas. Después de una larguísima agonía, se produjo el desenlace. El esquema en el que vivíamos, el mapa que habitábamos, se ha vuelto inservible. La correspondencia entre lo representado en ese mapa y el territorio que ahora debemos explorar y recorrer tiene una utilidad muy limitada. El problema es que aún no tenemos o no conocemos un mapa alternativo para entender dónde estamos, ni hacía dónde queremos dirigirnos.
Los estados intermedios se caracterizan por la desorientación que sufren los individuos al verse despojados de todo punto de referencia. Eso es lo que empuja a las mentes a reaccionar de manera semejante al modo que lo hacía en circunstancias anteriores. Si hemos cultivado una vida virtuosa, nuestras decisiones y comportamientos en ese estado intermedio tendrán una cualidad análoga debido al hábito. De igual modo, si nuestras acciones han sido no virtuosas, con la misma facilidad tenderemos a repetir nuestros patrones dañinos de comportamiento.
Reconocimiento
Sin embargo, el estado intermedio abre una ventana de oportunidad. Porque los esquemas dentro de los cuales funcionábamos se han vuelto transparentes, translúcidos. Es decir, se puede ver a través de ello, y comprobar su inadecuación o su limitada adecuación respecto a la realidad a la que se refieren.
Por ello es necesario recordar que el COVID-19 no ha inventado nuestra crisis económica, socio-cultural, política y medioambiental. Solo le ha dado la última puntilla para rematar la faena.
Llevamos hablando desde hace mucho tiempo de este momento que finalmente estamos viviendo, anunciando los peligros que se asomaban en el horizonte y la necesidad de un cambio radical que convirtiera en sostenible nuestros anhelos de vivir y de hacerlo plenamente.
Sin embargo, atrapados en nuestros patrones de comportamiento, en las inversiones envenenadas que han ido dando forma a las estructuras sobre las cuales eficamos nuestras vidas, no hemos tenido ni el coraje, ni la inteligencia para hacer ese cambio de manera consensuada para reorientar nuestra aventura histórica.
El COVID-19, una entidad minúscula, invisible, que carcome las entrañas de los humanos, transmitiéndose a través del aire que respiramos, el «espíritu» que nos inflama, ha destruido nuestras sofisticadas edificaciones socio-económicas y deslegitimado el orden jurídico-político que le servía de sustento. Dicen los datos que entre los efectos impensados de la crisis destaca que la enfermedad respiratoria ha hecho posible lo aparentemente imposible: reducir drásticamente los niveles de polución de la atmósfera. Paradojas…
El confinamiento es como un estado intermedio en el cual, debido a que hemos muerto a un mundo, pero todavía no hemos nacido al siguiente, se nos abre una pantalla de oportunidades, pero también de peligros.
Si somos capaces de reconocer que nada está decidido de antemano, que no estamos obligados a repetir aquello que nos hace daño, y que «otro mundo es posible», tal vez podamos sacar partido de la situación.
Ese «otro mundo» con el que soñamos tenemos que descubrirlo. Pero también tenemos que inventarlo. Se trata de un territorio que está allí, esperándonos para ser explorado, que exigirá de nosotros la formulación de una nueva cartografía para que podamos habitarlo.
És preciós aquest article . Molt bo l exemple .desgraciadament és així mateix.
Estem ara en un bardo la humanitat perduts en un buit i cal trobar la llum clara radiant.
Gràcies Soledat